"El hombre del velocípedo" de Uwe Timm. La relación del autor con la Taxidermia.


Tras la sombra de mi hermano
Descubro la relación con la Taxidermia del escritor alemán Uwe Timm en su libro autobiográfico Tras la sombra de mi hermano (Am Beispiel meines Bruders, 2003), donde habla de su familia y su relación con su hermano, miembro de las Waffen-SS, fallecido en el frente de Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial. Timm aborda el complejo de culpa por el pasado nazi de su país partiendo de las cartas que su hermano envió a la familia, y evoca su vago recuerdo, muy próximo siempre al padre, incluso ideológicamente, que eclipsó la infancia del autor.

Timm escribe sobre la profesión de su padre. La traducción es de Carlos Andreu:
   "Lo cierto era que mi hermano había expresado su deseo de luchar en el Afrika Korps. Rommel, el Zorro del desierto. África. Una idea muy romántica. En su diario hay un dibujo de un león saltando desde detrás de un árbol, rodeado de palmeras, mientras una serpiente se arrastra por el suelo. El león está muy bien dibujado. Otra ilustración algo ingenua muestra un escaparate de una tienda. Encima se puede leer: "Pieles Animales lanas. Confección para dama y caballero. Trofeos de caza. Taxidermista. Esculturas animales". Y debajo el nombre del padre: "Hans Timm".
   A principios de 1929 nuestro padre abrió un negocio de taxidermia animal, tras varios años trabajando para un taxidermista de Hamburgo. No había estudiado la profesión, la había aprendido de joven con su tío de Coburgo. Tenía muy buen ojo para el movimiento y las proporciones, a lo que había que sumar un talento poco común para embalsamar los animales en posturas naturales. Las fotografías que muestran animales disecados por mi padre así lo confirman: una cebra, un león, muchos perros y, sobre todo, un gorila. Varias instantáneas muestran el proceso de preparación, a mi padre con bata blanca, modelando el cuerpo de un gorila en yeso, y el aspecto del gorila una vez terminado: se agarra a un árbol con el brazo izquierdo y enseña los dientes con la boca muy abierta, mientras se golpea en el pecho con el puño derecho; se distinguen claramente los dedos de los pies y también un pene sorprendentemente pequeño. Los ojos de la bestia refulgen, igual que los labios, que dejan al descubierto una imponente dentadura. Se aferra con fuerza al árbol y uno no sabe si acaba de bajar de él para atacar al observador o si está petrificado, justo un instante antes de huir. Según me explicó uno de los asistentes de mi padre que le había ayudado a preparar el animal, aquel gorila provocaba el terror entre las clientas. Hubo inccluso una que se quejó de que se le viera el pene y tuvieron que cubrírselo con un delantal. A partir de aquel momento, el gorila tuvo un aspecto ridículo.
   (...)
   El gorila era un encargo de un museo estadounidense; me gustaría saber de cuál. Tal vez aún pueda verse en algún departamento de zoología, en Denver o en Chicago. Mi padre trabajó para colecciones y museos, y también para clientes privados. Sus trabajos aparecieron en la prensa especializada, que los elogió. A principios de los años treinta le ofrecieron la posibilidad de trabajar como taxidermista en el museo de historia natural de Chicago. Durante largo tiempo meditó si debía aceptar la oferta, lo que habría significado emigrar. Finalmente, sin embargo, decidió quedarse y hacerse autónomo. El motivo fue la familia, aunque había otro motivo de peso: no le gustaba Estados Unidos y quería quedarse en Alemania. Alemania no sólo era un país, sino "el" país, forjado por una historia a la que él pertenecía, con la que había crecido y de la que se sentía orgulloso."

Más adelante el autor recuerda un viaje con su progenitor a Coburgo. Por entonces hacía años que la Guerra había terminado y su padre había abandonado la Taxidermia y tenía un negocio de confección de abrigos de piel:
   "Mis recuerdos de días felices y sin discordias en su compañía incluyen un viaje de diez días a Coburgo. Mi madre se había quedado en Hamburgo, pues alguien debía encargarse del negocio. Pasamos la primera noche en el Goldenen Traube de Coburgo, "la primera casa del lugar". Imagino que formaba parte de su plan regresar a aquella pequeña ciudad adonde, de pequeño y siendo el mayor de los hermanos, le habían enviado a casa de una tía que no tenía hijos. Mi abuela tenía cinco hijos. Hans llegó a Coburgo con diez años y allí fue al colegio y vivió con la tía Anna y el tío Franz Schröder, un taxidermista que trabajaba por cuenta propia. Tras la escuela, mi padre le ayudaba en el taller. Debía hacerlo tan bien que el tío quiso retenerlo y más tarde intentó casarlo con su única hija, o sea la prima de mi padre. Tal vez fuera durante aquel episodio vital, aquellos siete años pasados en la pequeña ciudad residencial del duque de Sajonia, Coburgo y Gotha, rodeado por una sociedad que, aunque burguesa y clasista, vivía aún pendiente de la nobleza, cuando nacieron sus ideas de una vida aristocrática.
   Para él, aquel viaje conmigo supuso hacer realidad un sueño. Era el tiempo en que las cosas le iban económicamente bien, cuando "era alguien", cuando representaba algo, y llegó a Coburgo con su hijo, el hijo tardío. Iba con su elegante Adler verde mar por la calle y allí donde lo aparcaba atraía todas las miradas. Si no se llevó al chófer, que por entonces aún tenía, supongo que fue porque quedaba mejor si conducía el coche él mismo, y seguramente también porque le pareció que pasearse por las calles de Coburgo con chófer era un poco desproporcionado y ostentoso. Utilizar chófer era justificable en el trabajo, pero no en el ámbito privado. Por extraño que parezca, lo cierto es que, aunque viviera realmente por encima de sus posibilidades, no se le podía tachar de fanfarrón.
   La consideración de su estatus social, elevada y ciertamente exagerada, era consecuencia de sus modales, sus maneras, su cortesía y buena educación.
   En cambio, de lo que podría haber estado orgulloso, lo que podría haberle dado un nombre, los animales que disecaba, codiciados por museos y elogiados en los círculos del gremio, de eso no hablaba nunca."

Franz Schröder en el Directorio de Coburgo de 1937.

 
Aquella no fue la primera visita del escritor a sus parientes. Durante los bombardeos de la ciudad de Hamburgo durante el otoño de 1943 Uwe Timm y su madre fueron evacuados a Coburgo. Ya casi al final del libro, justo antes de describir el episodio de la muerte del padre, Uwe Timm se refiere a la infancia de este. Será la última referencia del libro a la Taxidermia:
   "También durante la escritura de este libro caí en la cuenta de que mi padre nunca había contado nada sobre su niñez. Según lo que me contó mi tía, vivir con el tío de Coburgo, el taxidermista, debió de ser duro. Había llegado a aquella casa con once o doce años. Debió de ser un buen alumno. Su acento del norte llamaría la atención en aquella ciudad. Seguramente se sentía solo. Por la mañana iba al colegio y pasaba las tardes trabajando en el taller. Había domesticado un cuervo joven que se había caído del nido. Se paseaba por la ciudad con el pájaro al hombro. Ése es el único detalle de su infancia que conozco.
   La imagen: el cuervo, que sabía graznar algunas palabras, sobre el hombro de un chico que es mi padre."
 
El autor emplea el cuervo, ave señal de mal augurio o directamente asociada con la muerte, para relacionar una imagen con el fallecimiento del padre.
 
Intento recomponer la biografía del padre del autor. Hans Timm (Hamburgo, 5 de noviembre de 1899 - 1 de septiembre de 1958), el mayor de cinco hermanos, con diez años es enviado a Coburgo con su tía Anna. El marido de ésta, Franz Schröder, ejerce como taxidermista. Durante siete años Hans Timm va a la escuela y por las tardes ayuda a su tío en el taller. En 1917, durante la Primera Guerra Mundial, se alista como voluntario  con la idea de hacer carrera en el ejército, lo que el final de la guerra impidió. Cercano a la ultranacionalista Organización Cónsul luchó con los Freikorps contra los bolcheviques en los países bálticos. Tras la disolución de ese cuerpo de voluntarios durante la República de Weimar, Timm regresa a Hamburgo donde en 1921 funda, asociado  con un oficial zarista emigrado, una fábrica de juguetes que quiebra poco después. En aquel tiempo Hans Timm se había casado con Anna Steyskal, hija de un rico fabricante de sombreros. El socio de Timm huyó, y fue su propio suegro quién le liberó de las deudas contraídas. En 1922 nació su hija Hanne Lore y dos años después Karl Heinz, el protagonista de La sombra de mi hermano. Hans Timm trabajaba entonces en el taller de un conocido taxidermista de Hamburgo donde, con los conocimientos adquiridos, destacó como disecador. En 1929 se establece por cuenta propia trabajando para clientes privados y colecciones públicas. En el Directorio de Hamburgo de 1930 su negocio aparece ubicado en el barrio de Altona, en el 91 de la Bartelstrasse. A principios de los años treinta recibe una oferta de trabajo del Museo de Chicago que rechaza. En 1940 nace Uwe Timm, el "hijo rezagado". Durante la Segunda Guerra Mundial Hans Timm se alista voluntario en a fuerza aérea. Por entonces la acomodada familia vive en un espacioso piso en la Osterstrasse, disfrutan de un coche y una moto, y en el negocio trabajan varios empleados. Los bombardeos de 1943 destruyen casa y taller, y los Timm lo pierden todo. Tras vivir un tiempo en casa de un tío en Hamburgo, Uwe Timm y su madre se trasladan a Coburgo a finales de 1943, habitando durante un tiempo la misma casa de madera donde su tío Franz vivía y tenía el taller de Taxidermia. En Coburgo viven la caída de Hitler. A finales de 1945 Uwe Timm y su madre regresan a Hamburgo. Hans Timm, que en un solar en escombros encuentra una máquina de coser pieles, comienza el negocio de peletería en los sótanos del domicilio en la Bismarkstrasse de Eimsbuttler. El negocio progresa, contrata un primer peletero y su hijo Karl Heinz aprende también a confeccionar abrigos. En 1948 la familia se traslada a un piso de la Osterstrasse y a principios de los cincuenta domicilio y negocio se mudan a Eppendorfer Weg. Tras la reforma monetaria la familia vive el milagro económico. En 1952 la familia dispone de un coche Adler con chófer y la peletería aumenta el número de trabajadores. En poco tiempo una mayor competencia condenaría el negocio al declive. En 1958 Hans Timm fallece de un ataque al corazón. Uwe Timm, que cuenta dieciocho años, se encarga del negocio familiar a junto a su hermana y su madre trabajan durante dos años hasta cancelar las deudas. A partir de entonces Uwe Timm estudiaría en la Universidad e iniciaría su carrera literaria.
 

Hans Timm en el directorio de Hamburgo.


El hombre del velocípedo.

Como veremos Uwe Timm mezcló datos biográficos, historias familiares, vivencias personales, hitos de la historia de la bicicleta y ficción para novelar El hombre del velocípedo (Der Mann auf dem Hochrad, 1984), publicada casi dos décadas antes.

El hombre del velocípedo.
El protagonista de El hombre del velocípedo es Franz Schröter, trasunto de su tío abuelo Franz Schröder
(1), taxidermista y vendedor de bicicletas de Coburgo. La novela, narrada en primera persona -el protagonista, el escritor, se refiere a su tío Franz-, describe a un taxidermista de Coburgo que vé una oportunidad de negocio al conocer un innovador y extraño medio de transporte, el velocípedo (2). En su empeño por promocionarlo en una ciudad de provincias, rayando la locura -contrapesada con la cordura de su esposa Anna-, se enfrenta primero con el miedo al progreso de sus conciudadanos, y poco después a la llegada de la más segura bicicleta baja, que acabará imponiéndose muy a su pesar. La historia, contada con humor e ironía, ambientada social y políticamente, además de fragmentos que nos muestran al Schröter disecador, nos describe la casa original de Coburgo -ubicada en la misma Judengasse de la novela- donde Uwe Timm y su madre fueron acogidos en 1943 y que visitaría más tarde con su padre; también algunas historias familiares como la cancelación de una hipoteca tras descubrir el taxidermista un pequeño tesoro escondido en aquella casa. Otras historias como el gorila disecado dermoplásticamente y la oferta de empleo de un museo estadounidense, pertenecen a la biografía de Hans Timm, padre del escritor.

El narrador confiesa al principio que "forman parte de esta historia mis indagaciones y el recuerdo de mis propias imaginaciones infantiles, y recientemente también el sueño". La traducción al español es de Eduardo Knörr. El segundo capítulo comienza del siguiente modo, mostrando a un disecador innovador:
   "Hacía dos años que Schröter, recién llegado de Inglaterra, había abierto un negocio en la Judengasse. La casa la había comprado valiéndose de dos hipotecas. Los animales que tenía expuestos en el escaparate levantaron una expectación inusitada en la ciudad, pues los animales disecados que la gente conocía hasta entonces, casi siempre zorros y faisanes, sólo en la piel o el plumaje mantenían cierto parecido con sus modelos vivos. Más bien parecían salchichas peludas y sacos emplumados. Pero ahora los pasmados coburgueses, y entre ellos los tres taxidermistas afincados mucho ha en la ciudad, se quedaban parados ante el escaparate de la tienda recién inaugurada mirando fijamente la composición en la que un zorro acaba de destripar un pato, todavía con el plumón y las plumas pegados en su boca manchada de sangre, y con los belfos y los dientes relucientes y húmedos. El animal sujetaba firmemente con su pata derecha el cuerpo del pato, tirado en el suelo y reventado por uno de los costados, y se aprestaba a dar el siguiente bocado. El zorro, sobre todo debido al pato muerto, daba una terrible impresión de estar vivo. Las madres pasaban con sus hijos frente al escaparate de Schröter para meterles miedo con el zorro si se iban tarde a la cama, no se aseaban o mojaban las sábanas. Había gente en la ciudad que afirmaba que Schröter tenía relaciones con el mismísimo. (...) Del duque regente se contaba que cuando vio por primera vez la composición de animales, de regreso de una excursión, se había limitado a decir: Verdaderamente horripilante.
   En cualquier caso, incluso después de la visita continuó encargando a su taxidermista de palacio que le disecara, convirtiéndolos en los consabidos y anodinos embutidos peludos, los venados y jabalinas que él mismo abatía. En la actualidad, en el castillo de Coburgo todavía puede uno asomarse contemplando las aves rapaces abatidas por la mano ducal: toscas y malformadas, se acurrucan sobre sus ramas e irritan al observador precisamente porque no se caen, hecho que impiden gruesos alambres devanados en torno a las garras y las ramas.
   Por el contrario, Schröter exhibía las aves en el instante en que emprendían el vuelo, cuando ya habían desplegado las alas, con la cabeza estirada hacia arriba describiendo una línea enérgica, con una de las garras ya libre y la otra todavía aferrada a la rama, pero que la soltaría en un santiamén; en definitiva, inmortalizadas en un movimiento salvaje. Y podía verse algo que jamás se veía en ninguna otra parte: cómo remontaban el vuelo a los aires."
 
Tras haber comprado y, con ciertas dificultades y algún accidente, aprendido a montar en velocípedo, Franz Schröter decide ampliar su negocio de Taxidermia. Principio del capítulo cinco:
   "Entonces, ¿fue realmente el tío Franz un idealista pionero del biciclo que lo arriesgó todo, salud, felicidad conyugal y negocio, tal como quiere pretender la leyenda familiar? ¿Y todo únicamente para conseguir introducir el velocípedo en esa atrasada ciudad de provincias? Hubo también otras razones. Junto a su admiración por la belleza de la máquina, junto al placer por lo nuevo y a su fascinación por cualquier forma de movimiento, había también intereses puramente materiales: confiaba en que se revitalizaría su negocio de taxidermista. Como es natural, no era tan incauto como para creer que sus apariciones cada vez más frecuentes en el panorama de la ciudad, frecuencia aumentada por la velocidad con que circulaba, bastarían para incitar a la gente a que le encargaran disecar sus trofeos de caza. Sabía que la persuasión y las evidencias no bastan por sí solas para cambiar las costumbres, que sólo mudan cuando intervienen otros deseos, deseos nuevos. (...)
   Pero desplazarse rodando transformaba también los sentidos, requería una vista nueva, más rápida, entrenaba el ojo para algo que Schröter deseaba representar en sus animales disecados: el movimiento y el cambio.
   Los animales naturalizados de Schröter ya no dependían de la imaginación de los observadores, que, cuando se trataba de los animales disecados tradicionales, primero tenían que reconocer la condición de tejón, zorro o perro para poder reconocer a continuación a un tejón, un zorro o un perro en el ejemplar correspondiente. En su estática, los animales de Schröter expresaban gráficamente el movimiento, tanto el del individuo como el de la especie entera. Una forma de expresión para la que antes era necesario adiestrar el ojo, sí, antes era necesario despertar el interés de ver precisamente aquello. Schröter sabía que algo así exigía su tiempo. Y sólo con ese tiempo su trabajo de disecador traería cuenta. A largo plazo, andar en velocípedo también aportaría su contribución, puesto que esa máquina modificaba el sentido del tiempo. Y mientras tanto, a corto plazo había otro interés que prometía beneficios: porque cada vez eran más los curiosos que acudían al negocio de Schröter a los que también les gustaría subirse a una de esas bicicletas de rueda gigante y que preguntaban dónde y cómo podían encargar esos velocípedos. La idea de montar una agencia de biciclos le había venido como quien dice a llamar a la puerta."

Otra escena taxidérmica. El duque encarga a Schröter el disecado de Erwin, su dogo. De acuerdo con la tradición familiar, el narrador se pregunta si su tío abuelo recibió el encargo de disecar aquel perro por haber introducido el uso del velocípedo en Coburgo. Principio del sexto capítulo:
   "Dos semanas más tarde Schröter hizo entrega del animal. Para la posteridad quedó la maravillada exclamación del duque: ¡Pigmalión!
   Schröter había disecado a Erwin guardando una fidelidad de detalles absolutamente asombrosa, hasta en cada una de sus erupciones cutáneas.
   Erwin se halla sentado sobre las patas traseras y se apresta a levantar la pezuña derecha, que tenía la costumbre -Schröter lo había preguntado- de posar en el regazo del duque mientras éste jugaba al whist. El escroto cuelga y apoya pesadamente sobre el suelo pero sin inspirar desconfianza alguna, y el pene está ligeramente desenfundado, aunque no de manera impertinente; la postura de la cabeza y los ojos de cristal, una confección especial de una fábrica de ojos para muñecas de Sonneberg, confieren a Erwin la mirada propia de su raza, a la que Schröter, mediante la dirección que toman los ojos y la posición de los párpados, supo dar un toque que intensificaba algo su inteligencia, y que por ende corregía un punto la bobalicona expresión de perplejidad del modelo vivo.
   (...)
   Súbitamente los trabajos de Schröter cobraron demanda, y quien se tuviera algo de aprecio desterraba al desván o al sótano sus salchichas peludas y sacos emplumados. Incluso los tres taxidermistas afincados antes que él en la ciudad mandaban a parientes lejanos a la tienda de Schröter a disecar animales que después, una vez en casa, abrían con el fin de averiguar su más íntimo secreto. Porque la verdad es que el dogo plastificado, expresión con la que Schröter se refirió a Erwin una vez lo hubo terminado, tenía una liviandad increíble y jamás vista. Anteriormente, una vez disecados y listos, los animales de semejante tamaño nunca perdían un ápice del peso que tenían en vivo. Un armazón interior de madera maciza que sostenía la figura se envolvía con trapos y estopa hasta que comenzaba a parecerse al original en volumen y forma. Un ecosistema ideal para las polillas, los lepismas y la carcoma. Por el contrario Schröter había desarrollado la escultura con alambre, un procedimiento extremadamente lento, incluso fastidioso, pero que en cambio permitía mantener la fidelidad del modelo natural. Schröter modelaba primero el animal en arcilla como hacen los escultores, y luego lo colocaba en un armazón de hierro que definía la postura del cuerpo. En el cráneo previamente sometido a decocción se rellenaban con yeso los huecos que antes había ocupado la musculatura y el tejido conjuntivo. Después se doblaba un armazón de alambre hasta darle la forma y el volumen de la escultura de arcilla y se reforzaba con barras de hierro. A continuación se ponía encima una tela metálica para definir los contornos del cuerpo, y se colocaba sobre el armazón el cráneo original. De la escultura de arcilla se hacía una impresión en yeso que después se vaciaba de nuevo en yeso. Schröter colocaba este vaciado sobre el armazón de alambre. de este modo el espacio interior permanecía hueco, mientras que en la superficie de yeso quedaba la marca de todas las costillas, de todos y cada uno de los ligamentos de los tendones o de los fascículos musculares (3).
   (...)
   Hoy me pregunto, lo mismo que se preguntaban entonces: ¿por qué ese suplicio de trabajar como un negro? ¿Por qué esa obsesión por los detalles? ¿No habría bastado con reproducir a Erwin a partir del recuerdo intuitivo, en la forma en que habitualmente trabajaba Schröter y obteniendo, no obstante, una semejanza suficiente? ¿O es que con esa obra estaba creando al mismo tiempo la leyenda de su origen? Seguramente sabía que sólo con una obra dermoplástica maestra sería capaz de dar el salto, que tan urgente era económicamente hablando, de hacer negocio en lugar de limitarse a ser admirado. La tradición oral de la familia nada sabe de sus enormes deudas: nos habla de su exigencia artística, su radicalismo sin concesiones, su obsesión por los diferentes tipos de movimiento, su aplicación, su perseverancia, su fanatismo por reproducir fielmente la naturaleza. Ciertamente era la época en la que se comenzaba a intentar algo parecido en el arte y la literatura. A lo que hay que decir que, en su especialidad, Schröter se hallaba en la cúspide del progreso.
   Con todo, él se había hecho taxidermista más bien por azar, en modo alguno por vocación. Su padre era curtidor en Turingia. Una explicación evidente aunque poco concluyente de la obsesión taxidermista de Schröter sería buscar en la experiencia que tuvo, durante su más tierna infancia, con el trabajo brutal de su padre, que consistía en en reducir a una superficie plana y extender aquello que en vida tenía sus redondeces, de manera que en el niño habría surgido el deseo de retransformar dichas superficies planas en formas corporales con volumen, en cierto modo somo refutación del violento superyó paterno. Sobre todo considerando que el padre de Schröter debió de ser hombre con una autoridad de mano bastante suelta.
   (...)
   Franz hubiera querido ser relojero. Desde pequeño ya sabía destripar relojes y volver a montarlos. Pero no encontró ningún puesto de aprendiz, de modo que acabó donde un taxidermista que tenía un puesto libre. Y es así como, de manera misteriosa, sus especiales facultades encontraron la profesión adecuada, aún cuando no fuera la que él hubiera querido."

Schröter aumenta su clientela y recibe algunos encargos de velocípedos. Principio del noveno capítulo:
   "Desde el día en que entregó a Erwin en el castillo, el tío Franz estuvo ocupadísimo sublimando los trofeos de caza de los coburgueses y transformando los bichos de compañía muertos para darles un aire familiar. Hacía tiempo que no aceptaba cualquier encargo. Ni siquiera para los amigos disecaba ya animales pequeños como hámsters, erizos, periquitos o canarios.
   Cuando a les seis en punto de la tarde salía de su taller, daba comienzo su trabajo educativo, pues así consideraba él sus clases de velocípedo; las impartía todas las tardes a los clientes que le habían encargado uno, en un camino del parque del castillo que descendía en ligero declive."

Avanzado el capítulo once comprobamos como el personaje concentra sus esfuerzos en la promoción del velocípedo, biciclo inventado en 1873 y que tuvo éxito desde mediados de los setenta hasta mediados de los años ochenta, fecha en que apareció la Safety, la bicicleta baja que acabaría imponiéndose; mientras que sus montajes taxidérmicos dejan de trasmitir vitalidad:
   "Anna había descubierto en la revista El Dermoplástico un anuncio en el que buscaban un taxidermista para el Museo de Ciencias Naturales de Chicago. Estuvo persuadiendo a Franz Schröter hasta que éste, tras largas vacilaciones, acabó por solicitar los documentos para presentarse al puesto. Para su alivio, al cabo de dos meses recibió la contestación de que la vacante ya había sido ocupada. Si el tío Franz hubiera acabado en Chicago, probablemente no habría tardado en subirse a una bicicleta, la Rover, en los años veinte habría conducido un Ford y es muy probable que habría llevado una vida de lo más corriente, en nada comparable con la lucha vital que desarrolló en pro del velocípedo contra toda vida cotidiana juiciosa, una lucha sólo concebible en aquella pequeña ciudad.
   De modo que ese invierno el interés de Schröter no se centró demasiado en la disecación, aunque las mañanas y las tardes las pasaba diligentemente sentado en el taller y disecó multitud de animales, casi todos vernáculos.  Animales que, a pesar de su impetuoso batir de alas, las zarpas rampantes y las fauces abiertas de par en par sedientas de sangre, parecen en algún modo indolentes, sin parangón posible con el zorro que todavía hay puede admirarse en Gotha, con la boca salpicada de plumón del pato que acaba de destripar."

Uwe Timm apenas data los acontecimientos en su obra. El Museo Field de Historia Natural de Chicago se inauguró en 1894. En el decimotercer capítulo el disecador Schröter, ya en declive económico, recibe un gran encargo:
   "Pero entonces apareció en Coburgo lord Hume, un aventurero e investigador que retornaba de una expedición en la que había atravesado África. Había estado en África central buscando el eslabón perdido de Darwin, y además creía haberlo encontrado. Llevaba en su equipaje la enorme piel de un homínido que había cazado en el Congo; un animal desusadamente grande, como nunca antes se había visto. Hume le había arrancado la piel y acto seguido había hecho que la trataran con arsénico. Era de lamentar que durante la noche le hubieran hurtado el cráneo, esa parte antropológicamente tan insustituible de cualquier animal, y que nadie hubiera podido dar con él a pesar de haberlo buscado durante mucho tiempo. A Hume le habría faltado perder también la piel del gorila para que sus relatos de monos gigantes hubieran sido acogidos con burla como fanfarronadas de cazador.
   (...)
   Se dice que, a su llegada a Coburgo, alguien del castillo debió darle cuenta de las artes dermoplásticas de Schröter. También pudiera ser que Hume hubiera visto a Erwin y que hubiera preguntado por su creador. En cualquier caso, dos días después de la llegada de Hume, Schröter fue llamado a palacio. Pensó que se habría recibido de Inglaterra un nuevo motón de cajas con biciclos, y fue para allá con la correspondiente desgana. Lo condujeron hasta Hume, que estaba de pie junto a la imponente piel de gorila extendida sobre el suelo. Hume preguntó a Schröter si se veía capaz de disecar fielmente aquel ejemplar único. Por desgracia, le faltaba el cráneo; así que Schröter debería dejarse guiar por su intuición. Schröter titubeó un instante. Nunca antes había visto un gorila. Pero luego dijo que sí. Sea como fuere el animal debía estar terminado en cuatro semanas, porque debía continuar viaje a Londres y quería llevarse consigo el gorila a toda costa. Schröter dijo que era imposible, que para ese animal, del que no había ningún original de referencia, precisaría al menos ocho semanas.
   Hume mencionó unos honorarios, por los que Schröter podría trabajar el animal por dos años; así que aceptó."
 
Schröter compatibiliza el trabajo de montaje de aquel encargo con su entrenamiento físico tras haber aceptado otro reto, una carrera con su velocípedo enfrentándose a una bicicleta baja:
    "Después de aquel esfuerzo doble realizado durante semanas, después de muchas pequeñas y grandes catástrofes, tras tanto desvelo, además de la falta de oxígeno y una forma de moverse demasiado monótona, todo el tiempo sentado y pedaleando con el cuerpo inclinado, podía suponerse que acudiría a la segunda y decisiva carrera con una preparación física de lo peor, cargado de preocupaciones, nervioso y rendido de cansancio. pero ocurrió justamente lo contrario. Schröter había entregado el gorila tres días antes de la carrera; lo de entregado es un decir, pues en realidad había sido lord Hume quien había ido a su taller y había mostrado un entusiasmo nada propio de su nacionalidad inglesa. Había aplaudido, le había dado a Schröter palmaditas en el hombro y había extraído de la exigua capacidad de entusiasmo del idioma inglés todo cuanto podía sacarse: "extraordinary, enormous, ravishing". Y después aumentó los honorarios acordados, ya de por sí elevados. Hasta el día de su partida dejó el animal en la tienda de Schröter. Los coburgueses pasaban ante el animal apelotonados en colas interminables, bajo la voz monótona de Anna que no paraba de decir: "sigan, no se detengan". No hubo nadie que no se viera asaltado por el miedo. La gente acudía de muy lejos para ver aquel animal, el número de curiosos crecía día a día, hasta que la mañana del tercer día se llevaron el gorila a la estación de mercancías, embalado entre virutas de madera en una enorme caja claveteada y seguido por una incalculable multitud. Hoy día, para comprender tanto interés por contemplar el animal basta acudir al Museo Victoria y Alberto. Antes de entrar en la sala que acoge el gorila, se recomienda pedirle a uno de los vigilantes, veteranos que juntan sus sillas en el pasillo para rememorar las batallas de Tobruk y El Alamein, que desempolve un poco el animal. Una vez que el vigilante se haya retirado con el plumero en la mano, ya puede entrarse en la sala del pasillo. El gorila está en el rincón izquierdo de la sala, envuelta en una luz crepuscular y que huele a cera de suelo, como si acabara de descender del árbol, al que aún permanece asido en titubeante actitud, sorprendido ante el visitante. Avanzas lentamente y te esperas una reacción del animal, de retroceso o de ataque; te paras y de repente aparece el parqué encerado y el pesado cordón destinado a proteger al gorila de las manos de los curiosos. Los ojos de bisutería de Bohemia se clavan en el visitante que se acerca. Los ollares, belfos y dientes, pintados con barniz transparente, brillan como si estuvieran recién ensalivados y dispuestos para asestar el mordisco. Si la guía Michelín incluyera recomendaciones de animales disecados dignos de una visita, este gorila tendría tres estrellas, como el David de Miguel Ángel. No sólo es sin ningún género de dudas la mayor obra de Schröter, sino también la más lograda."

¿Ganó Schröter la carrera ciclista? El narrador concluye su relato recordando los últimos años de Schröter, también como disecador. La lectura política está presente en toda la obra:
   "Los animales disecados que durante aquel tiempo salieron del taller de Schröter tienen un aspecto totalmente amanerado. Nada que ver con la inquietud de antaño: se mantienen inmóviles y sin movimiento. Tal vez fuera que la gente se hubiera acostumbrado al estilo de Schröter, pues entretanto todos los animales tenían ya esa apariencia, o quizá sus ojos estaban ya adiestrados para captar movimientos más rápidos, movimientos que ya no podían recuperarse en los trabajos dermoplásticos.
   Schröter, que entonces también preparaba los canarios de las abuelitas, no tenía unas ganancias exageradas, pero lo que ganaba sí le permitió ir pagando en el transcurso de los años los plazos de una de las hipotecas; la otra la liquidó con el tesoro de oro del tabique de la casa. No hubo ningún otro encargo que igualara en magnitud al gorila del Congo ni al dogo ducal. Sólo en una ocasión, justo antes de la Primera Guerra Mundial, llegó un encargo de Japón, a través de la embajada japonesa en Berlín. Fue un pedido de la corte imperial japonesa tanto más honorable por cuanto fue el primero jamás encargado a un extranjero. Schröter debía disecar un grupo de zorros, cerdos, gansos y ovejas provistos, siguiendo una antigua tradición japonesa, de genitales humanos, diversos animales apareándose en las posturas más inverosímiles. Era un trabajo que exigía unas capacidades excelsas, pues debían destacarse al mismo tiempo el hipernaturalismo y el distanciamiento de la realidad. En suma, los animales debían resultar absolutamente cercanos y absolutamente distanciados.
   Aquella oferta prueba que el renombre de Schröter como dermoplástico se había abierto paso hasta el mismísimo Japón. Y el gorila era su mejor embajador. Schröter declinó el encargo, a pesar de que los honorarios eran desorbitados para las condiciones de la época. No tanto por mojigatería, sino sencillamente porque aquel trabajo le resultaba ajeno.
   (...)
   Con el tiempo, los animales disecados de Schröter fueron adquiriendo un parecido mutuo asombroso -el zorro al petirrojo, el petirrojo al ratonero-: siempre estaba presente aquella verticalidad al remontar el vuelo, aquellos belfos levantados que permitían una buena visión de la dentadura, las zarpas y garras cerrándose con violencia, todos aquellos gestos teatrales.  Un buen día ni él mismo pudo aguantarlo más y, después de más de sesenta años, ya en edad madura, cambió una vez más su estilo. Justo después de la batalla de Kursk, en el cuarenta y tres, cuando nosotros no estábamos aún en Coburgo, llegó por sorpresa a la tienda del tío Franz un general de infantería. Mientras el general estuvo en Rusia, a pesar de sus continuas misiones en operaciones militares de envergadura en el marco de una batalla defensiva, por las que había recibido la cruz de caballero con el distintivo de una corona de roble, había sacado tiempo para abatir un oso pardo. No está claro quién pudo remitirle a mi tío Franz, puesto que en aquel tiempo cualquier otro taxidermista podría haberle preparado igualmente al general aquel oso en la pose dramática que más la hubiera apetecido.
   En cualquier caso, el tío Franz se puso de inmediato manos a la obra. También en aquella ocasión estuvo apremiado por la premura de tiempo, puesto que el general acababa de iniciar un permiso de cuatro semanas y quería ver el animal disecado antes de tener que regresar al frente oriental. Schröter modeló el animal en arcilla aplicando su laborioso método que entretanto había sido superado hacía mucho; modeló un oso recién erguido y con las fauces abiertas de par en par. Pero después, de manera incomprensible para cualquiera, destruyó la escultura de arcilla y, mientras los receptores de la radio nacional atronaban con sus marchas y anunciaban nuevas delimitaciones del frente, nuevos ataques de descongestión y la tricentésima o enésima victoria aérea del destripatanques Rudel, modeló una segunda escultura sobre la que después naturalizaría el animal: un oso erguido que sostiene en su zarpa derecha una estaca gigantesca como si anduviera con muletas y con la zarpa izquierda extendida como si pidiera limosna. El animal tiene una mirada leal y la boca cerrada, con los belfos retraídos como si se le hubiesen caído los dientes; la boca del oso arrastra un rasgo de infelicidad y decrepitud senil.
   Cuando le confirmaron que aquel era su oso, el general salió de la tienda hecho un huracán, y su oficial adjunto dio un portazo que hizo saltar la masilla de las ventanas. Pero fuera como fuese,  nunca llegaron a concretarse las amenazas de acciones judiciales, pues al día siguiente el general tuvo que tomar el avión de regreso al frente y al cabo de unas semanas fue hecho prisionero junto con los restos de su división.
   En la familia la mayoría piensa que con aquel oso había desfallecido la fuerza creadora del tío Franz. Pero es perfectamente plausible que el tío Franz concibiera aquel oso como soporte para tarjetas de visita, como las que antaño podían encontrarse en algunas haciendas al este del Elba. Aunque también hay miembros de la familia que interpretan aquel oso como una crítica dermoplástica del poder nazi.
   La tía Erna, que aún vive, dice que fue mera casualidad que le tocara al general, porque como decía Zapf, el vigilante de la manzana, todos los animales que Schröter disecó con posterioridad tenían un aire desfigurado, degenerado: un zorro quedaba muy mono emperejilado como un caniche; un jabalí esbozaba una sonrisa burlona a su propietario, superintendente de montes; un correlimos perdía su gracilidad estirándose como un águila real, y un perro carlino alzaba de soslayo una mirada -no tiene otro nombre- marcadamente lúbrica.
   Podría hablarse de una obra alegórica de su vejez, pero no se ha conservado ninguno de aquellos ejemplares. Es probable que cuando los clientes pasaran a recogerlos, si pasaban, fueran a parar rápidamente al cubo de la basura. Ese período creador del tío Franz es hasta donde alcanza mi recuerdo, que se ha ennegrecido y se ha vuelto más fidedigno desde que escribo sobre él; el tío Franz está sentado sobre un taburete junto a su mesa de trabajo, doblando el alambre de una pierna que sobresale de un trozo de arcilla. El olor a almendras. De la pared cuelgan aves remontando el vuelo, trabajos encargados que nunca fueron recogidos. En el rincón está sentado el collie del que decían que sería mejor que no lo acariciara porque podía tirarte un bocado a la mano. Fue el último encargo de la corte ducal, y tras la revolución nadie quiso tenerlo consigo. El tío Franz me muestra el cráneo de un correlimos, un frágil armazón óseo, le abre con delicadeza las mandíbulas, y el pico se abre. La pregunta sobre el porqué no deja lugar al horror. El secreto del vuelo no es ningún secreto. Sólo el abejorro constituye un secreto, dice el tío Franz. En efecto: según las leyes de la aerodinámica el abejorro no sería capaz de volar; sus alas son demasiado pequeñas para un cuerpo tan gordo y pesado. Y sin embargo revolotea vivaracho y despreocupado."

Como hemos comprobado, la Taxidermia está presente tanto en esta novela como en la vida de Uwe Timm. Sobre el Franz Schröder real, el tío abuelo del escritor, apenas sabemos más, sólo que aparece en los directorios de la ciudad de Coburgo de 1931 y 1937 como taxidermista y comerciante de bicicletas ubicado en el número 27 de la Judengasse, calle que desemboca en el céntrico Markt.
 

Sobre el autor.
 
Uwe Timm en 2013 (4).
Uwe Timm (Hamburgo, 1940) estudió Filosofía y Filología Germánica en Múnich y París, doctorándose en Literatura Alemana. Durante los sesenta militó en la Unión de Estudiantes Alemanes Socialistas y entre 1973 y 1981 en el Partido Comunista Alemán. Ha sido profesor en varias universidades alemanas y es miembro de la Academia Alemana de Lengua y Literatura y de la Academie der Künste. Especializado en literatura infantil y juvenil, entre sus obras destacan su primer éxito Heier Sommer (1974), la novela histórica Morenga (1978), la exitosa y traducida El descubrimiento del currywurst (1990), Rot (2001), la autobiográfica Tras la sombra de mi hermano (2003), Der Freund und der Fremde (2005) y Vogelweide (2013).

Notas.-
(1) Otro trasunto Schröder taxidermista aparece también en su novela Morenga (1978).
(2) Biciclo con la rueda delantera muy alta, precursor de la actual bicicleta.
(3)  La escena imaginada por Uwe Timm se desarrolla a mediados de la década de los setenta del siglo XIX, y en tal caso el método dermoplástico de escultura hueca, que describe en cierto modo de forma caótica, hubiera supuesto una innovación. Ninguno de los métodos dermoplásticos desarrollados en Alemania desde mediados del XIX hasta principios del XX emplearon una escultura hueca de escayola.
(4) Fotografía tomada en la Feria del Libro de Frankfurt por Lesekreis/Wikimedia Commons.
 
 
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Taxidermidades, 2023.
 
 
Bibliografía:
Martin Hielscher  Uwe Timm , DTV, Múnich, 2007.
Uwe Timm   Der Mann auf dem Hochrad , Kiepenheuer&Witsch, Colonia, 1984.
Uwe Timm   Al Beispiel meines Bruders , Kiepenheuer&Witsch, Colonia, 2003.
Uwe Timm   Tras la sombra de mi hermano , traducción de Carles Andreu, Destino, Barcelona, 2003.
Uwe Timm   El hombre del velocípedo , traducción de Eduardo Knörr Argote, Amaranto y Sipiente, Madrid, 2006.
 
Recursos:
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